My lady of the apple

A principios del mes pasado tuve un encuentro (el primero en ocho años) con la dama de la manzana. Como en todas y cada una de las veces anteriores, encontré lugares nuevos, gente nueva y una brisa juguetona que no recordaba me hubiera acariciado antes.

También eché de menos algunas cosas que guardaba en mi recuerdo (juro por mi madre que no me refiero a torre alguna), como ciertos colores y olores de lugares en los que había estado antes.

Fue una visita de andar.

Nos subimos, Chiqui y yo, al bus que tiene dos pisos, con el segundo descapotado, como aquellas viejas guaguas azul y blanco de las rutas A y B, que tanto disfrute en la niñez de mi primera infancia. Igual que en aquellas cuando pasabamos por la Independencia o por la Bolívar (que en el lenguaje histórico quiere decir lo mismo), en estas había que recoger la cabeza, si uno no quería recibir un ramazo.

Paseamos por Uptown y Downtown. El guía nos señalaba los edificios emblemáticos y las historias (reales o inventadas por los guías) que cada uno encerraba. Nos habló de la competencia que se estableció entre los constructores del Empire Estate y los del edificio de la Chrysler por hacer cada uno de ellos el edificio más alto. Cuando pasamos por la Quinta Avenida, frente al Central Park, nos señaló el apartamento en donde un neto producto de Norteamérica disparó y quitó la vida a alguien que solo compuso y cantó, precisamente, a la vida. No puedo ocultar que se me escapó una lágrima que traté de conservar en honor a John, pero se me secó en la mano.

Visitamos también (ya a pie o mejor dicho en subway) el hueco que existe en donde una vez estuvo esbelto, orgulloso, el World Trade Center y que ahora llaman "Ground Zero". Según oimos planean hacer una torre aún más alta que las derribadas (¿no será esto una provocación?).

Cenamos en buenos restaurantes (buenos, que no caros), entre ellos uno chileno, ornamentado con fotos de Neruda y de Gabriela Mistral; allí nos comimos un seabass chileno que se inscribió de inmediato en el libro de registro gastronómico que Chiqui y yo guardamos en alguna parte de nuestras circunvoluciones cerebrales.

Todo esto entrando y saliendo del Hotel Newyorker, un hotel de 75 años de edad que están remodelando para celebrar tan provecta edad y que está colocado en el mero meridiano de Midtown, a escasos pasos del Empire Estate, del Maddison Square Garden y de Macy's, la onomatopeya de tienda, en el lenguaje de Walt Withman. Ubicado, en fin, en la esquina de la calle 34 y la Octava Avenida.

Así pasamos cuatro días cuya brevedad se evidenció en el deseo que nos quedó de ver y volver a ver cosas que poco a poco se van borrando de nuestra memoria (el Bronx de cuando Maya Virgínea tenía dos años o el Ferry a la estatua de la Libertad de cuando Luis tenía siete).

Salimos de noche. Las luces de Manhattan se fueron haciendo cada vez más pequeñas mientras las miraba por la ventanilla del avión. Y entonces fue (no quise decirselo a Chiqui para que no se burlara de mí) que noté que la señora de la manzana me decía adiós

Comentarios

Gina María ha dicho que…
Caminé con Uds. por la Gran Manzana y pensé que, desde "estos remotos confines de la existencia", como dice Benedetti, me gustaría también caminar con Uds. por el malecón de Santo Domingo, por la Av. Independencia hasta el cementerio viejo, doblar por la Bolívar y bajar la Máximo Gómez hasta Bellas Artes...
Y la Lady of the Apple no les decía adiós: les hacía señas de que volvieran a honrarla con su presencia.
Abrazos, Gina María
Maya ha dicho que…
Desde que termine de escribirte este comentario iré a azotarme 100 veces, cual fanática del OPUS DEI, por haber dejado pasar tanto tiempo sin visitar tu blog. Shame, shame shame on me. ¿Cómo no había leído tu crónica del viaje a Nuevayork? Está fantástica, papá.

Ahora iré a leer el post acerca de Gina Maria...

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